POR: DANIEL LUCAS.
Como Daniel Lucas, de Matavilela, me pide que les cuente una anécdota, aquí les cuento una que pocas personas conocen:
Vivía en Inglaterra, a la edad de veintiún años, cuando
acabé aislándome durante algún tiempo en un pueblito del sur llamado Torquay,
tierra natal de Agatha Christie. Allá solo vivían empleados mal pagados de
hoteles, como yo; jovenzuelos sin mucha esperanza de vida, y algunos ancianitos
que llegaban de todas partes de la Pérfida Albión para asolearse cerca del
puerto, en unas silletitas que apuntaban a una ensenada llena de veleros. Los
traían, cada mañana, en autobuses apiñados, y luego se los llevaban, dios sabe
adónde, de modo que siempre había varios de ellos sentados, comiendo fish and chips en el puerto y leyendo un periódico local llamado The Herald Express.
Una mañana salía de la biblioteca local –en donde leí por
primera vez a Javier Marías–, cuando fui abordado por dos policías. Eran
inmensos ambos y, mientras yo titubeaba, temiendo un arresto inminente (acto
reflejo íntimamente ligado a la peruanidad, según creo entender), extrañamente
se deshicieron en rápidos elogios que apuntaban a mi singularidad étnica –todos
en Torquay, debo decir, eran rubicundos y atléticos–, y a continuación me
invitaron a formar parte de una rueda de reconocimiento, puesto que, como era
habitual en ese pueblo, algún bribón había asaltado una pulpería y había sido
capturado a las pocas horas. Dijeron, para animarme, que contribuyera con la
justicia, con el servicio a la reina y que me pagarían. Y como yo andaba
bastante pobre por entonces, no dudé en aceptar.
Si nunca han formado parte de una rueda de reconocimiento
les contaré de qué se trata. Al principio, uno está sentado en una habitación
blanca, estrecha, mirando a una larga pared cubierta en su totalidad por un
espejo. Yo era el sospechoso #7 y todos vestíamos la misma gorrita negra. Lo
curioso de todo esto es que uno jamás deja de observarse. Escucha una voz en
off que da instrucciones: “#6 ¿puede por favor quitarse el pendiente de la
oreja derecha?”; “Ahora está ingresando el acusado” (había una silla vacía para
él); “En unos minutos el testigo procederá a identificarlos”. Sin embargo, esa
voz jamás distrae a la mirada, que permanece siempre quieta, fija en el espejo.
Cuando este momento llega al fin, es decir, cuando se procede a la
identificación, el espejo reduce una capa posterior invisible; uno se da cuenta
de esto, se da cuenta, porque el grosor de aquella superficie disminuye, aunque
es invisible; y esto es lo más interesante, porque el sospechoso no ha dejado
de mirarse todo ese tiempo al espejo y es capaz de percibir esos detalles
mínimos, incluso, los que alteran su propio rostro.
Esta es la pregunta inevitable que nace en la cabeza de todo
falso sospechoso: ¿Y si, por alguna razón, el testigo me señalara a mí? A mí me
pasaba que iba evitando gestos peligrosos para no ser confundido. Buscaba entre
mis músculos la cara más inocente. Pero recordaba, al mismo tiempo, cada una de
las maldades que había cometido; incluso creo haber recordado el día en que,
siendo niño, le quité los tornillos a la mesa del comedor y arruiné el almuerzo
de mis padres. Todo eso lo recordaba con severa angustia y mi cara, sin mover
los labios, gritaba rígidamente: ¡Culpable! ¡Culpable! Yo solo disimulaba; y
creo que lo hice bien, porque al final, logré salir sin problemas de la
estación de policía. De algún modo, visto en el tiempo, ese fue el momento en
que me inicié en el psicoanálisis. Y aunque recibí como pago 15 libras
esterlinas, se ve que no hice del todo bien aquel trabajo, porque no volvieron a
llamarme como sospechoso, aunque varios de mis colegas les eran –por lo que pude
ver– conocidos a los polis, e incluso se despedían de ellos dándoles palmaditas
en los hombros. Aquella tarde perdí la oportunidad de encontrar una profesión
que, al menos, por entonces, en Torquay, parecía ser muy rentable y no dudo que
bastante digna. Carlos Yushimito*
DL: ¿Con qué libros habrías enloquecido a Don Quijote en lugar de los de caballería?
CY: Con los poemas de Mario Benedetti.
DL: ¿Qué harías con un Gregorio Samsa en tu familia?
CY: Lo entrenaría y luego lo pondría a trabajar en un circo.
DL: ¿A qué escritor resucitarías? ¿Y para qué?
CY: A Carlos Eduardo Zavaleta. Me gustaría seguir charlando con
él algunos domingos.
DL: ¿Ser o no ser?
CY: Tal vez algo intermedio.
DL:¿Qué personaje literario no te gustaría tener como enemigo?
CY: A Anton Chigurh, definitivamente.
DL: ¿Cuál sería el soundtrack ideal para el Fin del Mundo?
CY: Piel canela, del trío Los Panchos.
DL: ¿Qué harías si encontraras el Aleph de Borges?
CY: Probablemente no me sorprendería: ya uso Google.
DL: ¿Qué opinas sobre las rubias?
CY: Que usualmente se comportan como las morenas.
DL: ¿Qué tienen en común los escritores y los banqueros?
CY: Son ególatras, sobrevaloran su oficio y jamás se hacen
responsables de las crisis que provocan a su alrededor.
DL: Si permanecieras encerrado un año en una casa, ¿qué
guardarías como provisiones?
CY: Varias latas de Canada Dry (Ginger Ale), Doritos, unas
pastillas de Diazepam.
DL: ¿Cuál es tu secreto peor guardado?
CY: Que soy sonámbulo.
DL: Cuando las mariposas se enamoran, ¿sienten humanos en la
barriga?
CY: Todo el mundo sabe que las mariposas no tienen tiempo para
enamorarse. Viven en promedio dos semanas, razón por la cual, sencillamente se
reproducen.
DL: "Ay Dios mío, ¿y ahora qué?", solía ser el primer
pensamiento mañanero de Bukowski.
¿Cuál es el tuyo?
CY: “¿En qué momento me quedé dormido?”
DL: ¿Quién ayuda a Dios cuando madruga?
CY: El banco del Vaticano.
DL: ¿Con qué personaje literario te gustaría tener un affair?
CY: Con Mathilde, de La Mole.
DL: Si llega a tu casa una musa ¿qué haces?
CY: Rubén Darío decía que había que preñarlas a todas. Yo me
contentaría, en cambio, con que me hicieran un masaje.
DL. Tu cita favorita
CY: Abra el libro como quien pela una fruta. (Carlos Oquendo de Amat, Cinco metros de poemas).
DL: Si la supervivencia de la literatura depende, como en
Fahrenheit 451, de memorizar un libro, ¿cuál sería, por qué?
CY: Probablemente la Biblia. Luego tendría la esperanza de que,
como en el teorema de los monos infinitos, de su lectura nacería, tarde o
temprano, otro William Faulkner.
DL: Estás a punto de morir, escribe tu último tuit:
CY: “No hay mejor prueba que esta para demostrar que desperdicié
mi vida.”
*Carlos Yushimito, escritor peruano, nacido en Lima en 1977. Ha publicado los
libros de cuentos El mago (2004), Las islas (2006), Equis (2009), Lecciones
para un niño que llega tarde (2011) y próximamente Los bosques tienen sus
propias puertas (2013). Fue seleccionado en 2008 como uno de los narradores jóvenes
de mayor proyección por Casa de las Américas y Centro Onelio Cardoso de Cuba; y
en 2010 por la revista británica Granta entre los 22 mejores narradores en
lengua castellana menores de 35 años. Ha sido invitado a las ferias de Santiago
de Chile, Bogotá, Miami, Quito y Guadalajara. Esta última lo incluyó entre los
35 escritores destacados por Latinoamérica Viva en 2012. También formó parte de
los festivales Literaktum de San Sebastián, España; del primer Encuentro de
Escritores Jóvenes de Buenos Aires; y del BookExpo America de Nueva York. Incluido en antologías de 9 países, varios de sus relatos
han sido traducidos al inglés, al portugués y al francés, y se han publicado en
revistas internacionales como Granta, The Asian American Literary Review
(AALR), Alba París, Hueso Húmero, Review: Literature and Arts of the Americas y
Revista de la Universidad de México. Graduado en Literatura por la Universidad de San Marcos de
Lima, ha recibido una Maestría en Estudios Hispánicos en Villanova University,
EE.UU; y actualmente sigue estudios de Doctorado en Brown University.
